Roberta estaba acostumbrada a conducir en modo avión. Tenía mecanizado el trayecto desde su casa, a las afuera de Esposende, hasta la Comisión de Protección de Niños y Jóvenes de Marinha Grande, donde ejercía de educadora y pasaba gran parte de su jornada laboral. Cuando se bajaba del coche, un destartalado Wolkswagen Beetle del año de la polca, tenía la sensación de no haberse fijado en ninguna de las señales de tráfico que se había encontrado en el camino. Imaginar su mirada perdida, volviéndole a dar vueltas a las mismas nubes que ya llevaban varios años rondándole en la cabeza, y sobre todo en el corazón, la ponía de mal humor.
Pero esa mañana, después de incorporarse a la avenida Dom Dinis, observó que el tráfico se espesaba, cosa ilógica a esa hora. El reloj rozaba las siete y aún no se había puesto en píe la ciudad. Tras varios minutos, y muchas miradas al indicador de temperatura del viejo escarabajo, comprobó que la causa del tapón era un control de la policía de seguridad pública.
A medida que llegaba a la altura de los patrulleros pudo distinguir la figura de varios agentes y una mujer, ataviada con una bata como la que utilizan los médicos y que era la que llevaba la voz cantante en el operativo. Un pequeño perro de agua de color negro completaba la escena.
Roberta llegó a la altura del primer agente, que escrutaba con atención a todos los conductores, miró la linterna de señalización que portaba a modo de pala de pádel, y espero el veredicto luminoso. Salió cruz. Un hormigueo le recorrió entonces desde el estómago al pecho. El policía le estaba indicando que su día empezaba mal.
En el arcén había ya dos vehículos estacionados y Roberta tuvo que hacer un par de maniobras para situar su coche junto a un furgón. Noah, una pequeña perra de agua, no tardó ni dos
segundos en acercarse al coche y sentarse justo al lado de la puerta del conductor. Inmóvil cómo si fuera de mármol.
—Buenos días, señorita, déjeme la documentación del vehículo y la de usted— la voz del agente, aunque con tono educado y cálido, a Roberta le sonó a bóveda.
Ella obedeció, le hubiera entregado su alma si se lo hubiera requerido, y observó como el agente se acercaba a la mujer de la bata blanca y le daba los papeles.
Roberta miraba fijamente la reacción de la que a todas luces mandaba en el cotarro. Luego vio como la señora, de unos cuarenta años, morena y poco agraciada, se dirigía a otro compañero que esperaba en la parte trasera del furgón y ambos, después de una breve conversación, encararon el coche de Roberta.
—Buenas días señorita, tiene usted que acompañarnos al furgón. Tenemos que realizarle varias pruebas— esta vez la voz del otro agente no resultó ni cálida ni educada.
—Sople usted hasta que observe que la luz superior se apaga. Hágalo sin pausa por favor— le recomendaron.
Al mismo tiempo, otro funcionario le colocaba en el brazo una especie de pulsómetro que estaba conectado a una máquina del tamaño de una lavadora y con más luces que la feria de Oporto.
—Me puede decir en qué consisten los test que me estáis realizando— preguntó Roberta midiendo muy bien sus palabras. Lo último que quería en ese momento es molestar un ápice a las autoridades, y mucho menos si vestía bata blanca.
—Estamos realizando un control de sentimientos— le respondió el policía.
—Ante el aumento de casos de trastornos psicológico y colapso de las consultas de los especialistas de salud mental, la ministra Marta Temido decidió sacar adelante un proyecto no de ley donde se penaliza al ciudadano que presente algún síntoma en su comportamiento y que no haya tomado medidas para solucionar las causas de esos trastornos— agregó.
Roberta no sabía que decir. Esperó casi veinte minutos a que alguien le diera permiso para irse a su trabajo. Ya llegaba medía hora tarde.
—Roberta ha dado usted positivo, nada grave— habló primero el policía amable.
—La infracción no conlleva retirada de puntos ni inmovilización del vehículo— ahora la que lo hacía era la agente con bata.
—Algo de estrés, nada importante. Pero si hemos detectado un par de fantasmas debajo de su cama— concluyó
El agente menos amable le comunicó el importe de la multa. 2.000 euros si en el plazo de una semana no presentaba pruebas en la comisaría de que los fantasmas habían pasado a mejor vida.
—Toda la documentación se le será enviada a su dirección postal— le avisaron.
Roberta se dirigió a su casa. En el trayecto telefoneó al Centro de menores y escusó su ausencia. Explicó que había pasado toda la noche en vela por culpa de una fiebre alta.
Dos pensamientos le rondaban la cabeza. El más cercano el de Duarte, a su exnovio le rompió el corazón en tantos pedazos como kilómetros separaban el Algarve, ciudad en la que vivían en un apartamento frente a la playa, y Esposende. 728 para ser más exactos.
—Te esperaré hasta que me digas a la cara que no me quieres— fueron las últimas palabras que escuchó de Duarte.
El otro nubarrón era más lejano y profundo. Roberta, hija única, nunca aceptó que su padre tras enviudar rehiciera su vida con su mejor amiga. Adelaida y ella habían sido compañeras desde primarias en el Colegio de los jesuitas de Portimao. Bernardo, que así se llamaba su padre, llevaba un año internado en el centro médico Da Marginal. Alzheimer. No reconocía a ningún ser querido. En realidad, no reconocía a nadie. Adelaida seguía a su lado. Su hija nunca lo visitó.
Roberta hizo el trayecto desde Marihna hasta el Algarve en su viejo escarabajo de un tirón. El miedo le empujaba a llegar lo antes posible a su destino, la clínica Da Marginal.
Adelaida le advirtió, antes de que entrara en la habitación donde Bernardo pasaba las horas muertas sentado en un sillón frente a la ventana mirando la playa, de que su padre apenas hablaba.
Tragó saliva y abrió la puerta despacio. Bernardo la miró cómo si mirara a una desconocida. De repente se levantó del sillón y con un gesto la invitó a que se acercara a la ventana. Allí, los dos juntos mirando a la playa, le dio la mano, A Roberta se le derramó una lagrima.
—Hija, tu madre se fue sin escucharme decir te quiero— la miró con ternura.
—y tengo miedo de olvidar que un día la quise—
Un silencio largo envolvió toda la habitación, Entonces Bernardo le soltó la mano, se acercó un poco más a la ventana. Clavó la mirada en las olas que rompían en la orilla de la playa y susurró con voz queda.
—No cometas el mismo error. Recuerda tú que puedes.
Roberta se acercó por su espalda y le dio un beso largo. Ella sabía que era el último.
Durante el trayecto al apartamento de la playa, donde le esperaba Duarte, no hubo lágrimas. Sólo sentía un dolor seco en el pecho. Un dolor que no era físico. De nuevo la mirada perdida mientras conducía, pero esta vez no sintió pesar. Su padre la había esperado. El modo avión activado.
Hizo sonar el timbre del apartamento. No quiso usar la llave que aún conservaba. Duarte no tardó en abrir. Llevaba ya tiempo sentado en el sofá deseando escuchar el ring que iba a cambiar su vida.
—Pasé por aquí para recordarte de que aún te quiero- le abordó subiendo las cejas a la vez y abriendo los brazos.
Roberta volvió a la mañana siguiente a Marinha, quería ir a la comisaría a resolver el trámite de la multa antes de ir a su centro de trabajo. No pudo dejar de cantar durante todo el trayecto. Condujo con el modo Bluetooth activado.
El funcionario de la comisaría de Marinha volvió a los legajos de papeles que se amontonaban ya en el mostrador.
—No señorita, en nuestros archivos no aparece ningún pago pendiente de multa a nombre de Roberta Pereira— insistió el agente.
—No es posible, la semana pasada me realizaron un control policial, una agente con bata blanca y un pequeño perro negro— respondió nerviosa
—Imposible. Nosotros no contamos con unidad canina y por supuesto nuestros agentes no utilizan bata blanca. Se cree usted que somos médicos— le contesto ya algo alterado
Un escalofrío le recorrió todo su cuerpo mientras bajaba la escalerilla de acceso a la comisaría. Había caído en la cuenta de que durante toda la semana anterior no había ido ni un solo día al Centro. Una infección de garganta la había dejado apoltronada en la cama con 39 de fiebre.
Todo fue un sueño. Un sueño que le cambió la vida.
Tercer relato de la serie 'Cuentos de andar por casa' de Diego Pérez 'Yiyi' perteneciente a la tercera etapa, Póvoa de Varzim-Marinhas, del camino de Santiago desde Oporto