Rubén dejó temprano el albergue. A las 8. Le mataba el hecho de no poder descansar un rato más, sobre todo, porque no solía acostarse pronto. Las largas tardes, que se convertían en largas noches, tras las etapas, las ocupaba en dibujar a carboncillo paisajes y monumentos que se encontraba en el camino. Al llegar al hospedaje repasaba las fotos de su teléfono y creaba sus obras. Su especialidad eran los retratos, que después regalaba a sus voluntariosos modelos.
Sabía que la primera parte de la ruta discurría por el paseo marítimo del puerto, frente al casco antiguo, ideal para recoger ideas que se convertirían al final de la caminata en dibujos al carbón.
Al entrar en una plaza, oteó a la distancia un hombre, su apariencia era la de un mendigo, fumando acomodado en un banco.
Rubén no dudo en pedirle permiso para sentarse a su lado, le apetecía fumar un cigarrillo antes de encarar el camino a Redondela.
- ¿Eres de Sevilla? le cuestionó, con un acento porteño que a Rubén le sonó a tango de guardia vieja.
-Utrera- le respondió Rubén con cierto asombro. Lo había situado en el mapa con haberle escuchado apenas dos palabras. Automáticamente.
-Estuve en tu pueblo en varias ocasiones, ¿siguen tocando los No me pises que llevo chanclas? – le cuestionó.
-Creo que se mudaron a Japón- le respondió Rubén con cierta sorna que el bonaerense admitió.
-Y mira que está lejos Japón- remató. Ambos rompieron a reír.
Javier nació en Buenos Aires. 1961. Sus padres, de Lugo, emigraron a mediados de los cincuenta a la Argentina. María y Samuel, que así se llamaban, embarcaron por separado buscando el dorado, y pese a que vivían casi en el mismo barrio en Lugo, no se conocieron hasta que llegaron a Buenos Aires.
-Y Buenos Aires es inmenso. Créeme. Soy hijo del azar- recalcó mientras le daba la última calada a un cigarrillo a todas luces ilegal.
Rubén percibió que, el particular invitado a su interviú se sentía cómodo ante las preguntas que atropelladamente le iba lanzando.
El argentino había dejado su casa natal, apenas cumplió 20 años, y se montó en la ola de las sustancias prohibidas. Ola que lo llevó a todas las playas del mundo.
-La creatividad le debe mucho a las drogas. Ya lo dijo Escohotado- afirmó mientras se liaba un nuevo cigarrillo.
Rubén escuchó con atención como el hijo de gallegos le relataba su particular modus operandi a la hora de ganarse la vida. Vendió, aún lo hacía, camisetas en conciertos por todo el territorio patrio. Prendas del mismo mercado que sus cigarrillos.
-Y me va bien- dijo, sin que sonara a presuntuoso.
Relato entonces como en innumerables ocasiones los transeúntes que lo observaban sentado en el banco, solía leer la prensa local y escribir cartas a una sobrina que estaba armando su biografía allá en la Argentina, le daban unas monedas que él aceptaba con una sonrisa socarrona.
-Si supieran que llevo más plata en los bolsillos que ellos- dijo riéndose. La gente te juzga por tu apariencia. No saben nada de ti.
-El prejuicio es muy malo sevillano- cerró el capítulo tajante.
Rubén se lo estaba pasando en grande. Miró el reloj. No le importó que le dijera que eran ya casi las diez. Se sentía feliz por poder escuchar a aquel personaje y, sobre todo, por poder hacerlo sin prisas. Envidiaba la vida nómada del argentino, pero también era consciente de que las revoluciones había que hacerlas recién te levantas en la vida. Había demasiados motivos en su equipaje que se lo impedían en comparación con la ligera mochila que portaba el personaje que se sentaba a su lado y que se había fumado la vida, aún lo hacía, de forma ilegal. Pero de una forma maravillosa.
-Te voy a contar una cosa- dijo el bonaerense subiendo el tono de voz para poner fanfarrias a su afirmación. -El dinero es una de las cosas más lindas que ha creado el hombre-
Rubén lo miró extrañado.
-Con el dinero vos puede comprar el tiempo. Vos puede comprar la felicidad. La salud no podes, pero como tienes tiempo, puedes alargar un poco la fiesta que es la vida.
-El dinero te hace libre- sentenció después de una pausa.
Aquellas palabras descolocaron un tanto a Rubén. Los castillos de arena que había construido desde el mismo momento que llegó a la playa del argentino, se lo estaba llevando el mar. Él anhelaba esa libertad, pero no tenía dinero para comprarla.
-Vos puede creer que soy un bohemio soñador, pero no un boludo- finalizó al mismo tiempo que se levantaba de un brinco del banco. – Te invito a desayunar-
La conversación siguió por los mismos derroteros, pero en diferente escenario. Eligieron una mesa en la terraza de la cafetería Maracaibo, donde el primer sol acarició a los dos tertulianos durante el segundo asalto.
Era tarde ya, el camino esperaba. Rubén insistió en pagar. Cuando llegó la hora de la despedida, Javier cruzó la calle para volver un minuto después con dos apuestas de Bonoloto.
-Toma sevillano, pero sácate un seguro médico. Ya sabes, la salud- le dijo a la vez que le daba uno de los dos boletos que acababa de comprar. Lo estrechó entre sus brazos y se marchó.
Rubén lo vio marcha calle abajo, camino al banco donde se fumaba la vida calada a calada.
El peregrino anduvo unos cuantos kilómetros como aturdido. Habían sido tantos los relatos, tantos los mensajes. Su centralita estaba totalmente colapsada. El camino hacia Redondela fue duro. La noche aún más. En ese final de etapa no hubo dibujos de paisajes.
Rubén se despertó en casa tarde. Llegó de madrugada a San Pablo en un vuelo proveniente de Santiago. Era miércoles y hasta el siguiente lunes no debía de incorporarse a su trabajo en la carnicería de Consuelito, su prima.
-Hombre Rubén. Ya volvió el caminante. ¿Cómo te lo has pasado mi alma? - la que hablaba era Carmela, dueña de un despacho de apuestas en la plaza del Altozano.
-Muy bien Carmela. Mucho caló, pero bien- abrevió Rubén - Dame una bonoloto para hoy-
Cuando Rubén se dispuso a pagar el boleto, se dio cuenta de que aún conservaba la apuesta de bonoloto que el pasado miércoles le había regalado el argentino en Vigo. La había doblado cuidadosamente en el lado de las monedas de su cartera.
-Y mírame esta bonoloto por favor- le pidió a Carmela, que ya hacía un rato que había cambiado un tanto el semblante, ante la respuesta seca de Rubén, que no quería salir en ningún periódico de los que Carmela publicaba a todo color.
-Chiquillo, esto no es una bonoloto. Esto es un euromillón- le espetó la dependienta
-Imposible, mira bien. Me lo regaló un amigo que lo acababa de comprar, el pasado miércoles en Vigo- le replico extrañado
-Niño, esto es un euromillon. ¿Estoy yo chala? - Carmela ya tenía su carro camino de las piedras.
-que ta tocao Rubén, 850.000 euros. Que lo pone aquí- los gritos de Carmela llegaron a la cocina del Bar Mariano, que estaba justo en la otra punta de la plaza.
Rubén notó como su corazón se aceleraba. Su primera reacción fue salir a la calle. Tomó, de forma exagerada, aire por la nariz.
-Me dio el boleto premiado el día antes- susurro con una voz que le salía del estómago.
-Eres rico Rubén. Eres rico- vocifero de nuevo Carmela, agitando el boleto como si portara una bandera.
-No Carmela. Soy libre- le contesto con una voz extrañamente calma y esbozando una sonrisa.